lunes, 12 de noviembre de 2012

Valor


Porque el modo de ser de mi abuela, cabalmente opuesto a mi total egoísmo, se reflejaba, sin embargo, en el mío. En cualquier circunstancia en que una persona indiferente, pero a la que había yo tratado siempre con exterior  afecto o respeto, no arriesgase más que una contrariedad mientras que yo me veía en un peligro, mi actitud no podía ser otra que la de compadecerla por su disgusto, como si se tratara de cosa considerable, y mirar mi peligro como una insignificancia; todo porque me parecía que a esa persona las cosas debían de representársele en esas proporciones. Y para decir las cosas como son, añadiré que aún iba más allá: no sólo no deploraba el peligro mío, sino que le salía al encuentro, y en cambio con el peligro de los demás hacía por evitárselo, aunque hubiese probabilidades de que por ello viniese a recaer sobre mí. Eso obedece a varias razones que no me hacen mucho favor. Una de ella es que mientras que no hacía más que raciocinar, se me figuraba tener apego a al vida; pero cada vez que en el curso de mi existencia me he visto atormentado por preocupaciones morales o por meras inquietudes nerviosas, tan pueriles a veces que no me atrevería a contarlas, si surgía entonces una circunstancia imprevista que implicaba para mí riesgo de muerte, esa nueva preocupación era tan leve, en comparación con las otras, que la acogía con un sentimiento de descanso lindando con la alegría. Y así resultaba que yo, el hombre menos valiente del mundo, conocía esa cosa que tan inconcebible y que tan extraña a mi modo de ser se me representaba en momentos de puro raciocinar: la embriaguez del peligro.  Y en el momento en que surge un peligro, aunque sea mortal y aunque me halle yo en una etapa de mi vida sumamente tranquila y feliz, si estoy con otra persona no puedo por menos de ponerla al abrigo y coger para mí el lugar de peligro. Cuando un número considerable  de experiencias de esta índole me hubo demostrado que yo siempre procedía así y con mucho gusto, descubrí, muy avergonzado, que, al revés de lo que creí y afirmé siempre,  era muy sensible a las opiniones ajenas. Sin embargo, esta especie de amor propio no confesado no tiene nada que ver con la vanidad y el orgullo. Porque aquello con que se satisfacen orgullo  o vanidad no me causa placer alguno y nunca me atrajo, pero nunca pude negarme a mostrar a las mismas personas a las que logré ocultar por completo esos pequeños méritos míos, que acaso las hubieran hecho formar idea menos ruin de mí, que me preocupa más apartar la muerte de su camino que no del mío. Como el móvil de su conducta es entonces el amor propio y no la virtud, me parece muy  natural que en cualquier otra circunstancia procedan de distinto modo. Nada más lejos de mi ánimo que censurarlos por eso; acaso lo haría si yo me hubiese visto impulsado por la idea de un deber, que en ese caso me parecería obligatorio para ellos lo mismo  que para mí. Al contrario, los reputo por muy cuerdos por eso de guardar su vida, pero no puedo por menos de colocar el valor de la mía en segundo término; cosa particularmente absurda y culpable  desde que me ha parecido descubrir que la vida de muchas personas que tapo con mi cuerpo cuando estalla una bomba vale menos que la mía.

Proust, M. (T: Pedro Salinas) (2011) En busca del tiempo perdido 2. A la sombra d elas muchachas en flor. Barcelona: Alianza editorial.

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